Sentía como si no conociera a nadie.
Como si en verdad cada uno tuviera su propia vida aparte de la que muestra, y que esta era la única oportunidad en la que nos íbamos a escuchar mutuamente hablar sobre nuestras burbujas personales.
Al menos voluntariamente.
Sentía como si cada uno estuviese al borde del llanto.
Yo lo estuve un par de veces.
Hablando y escuchando.
Pero lo que más me causaba estupor era entender y darme cuenta de la capacidad que teníamos todos y cada uno de mantener todas nuestras peleas, angustias, rabias y dolores en nuestras casas, en nuestras piezas, y llegar a juntarnos totalmente desinhibidos, despreocupados y relajados.
Me sentí en confianza.
Me sentí digna.
Como que ellos iban a decir algo importante y que era privilegiada al poder escucharlo de sus bocas y no de terceros.
Me sentí cómoda.
Sentí que dejaba algo allí, una prenda.
Algo que ahora ellos se ponían.
Ahora ellos llevaban mis ropas, y yo ya no tenía que cargar con eso que me guardé por tanto tiempo.
Sentí que me entendían.
Y sentí que yo los entendía a ellos.
Sentí que los quería.
Y que ellos me querían a mí, a pesar de lo que no diga, de lo que no muestre, lo que no sienta, de mis secretos, a pesar de todo y de nada.
Me querían.
Eso sentí.
Fue grandioso.