04 noviembre, 2012

Terca.


Absolutamente, sin lugar a dudas.
Pude verlo tan claramente en sus ojos cuando sostuvo mi mirada que casi pude tomarlo con mi mano.
Insistía en que lo mirara, pero a cada momento me cohibía más y más.
Gracias a Dios no me sonrojo.
Con ella tuvimos un asunto bastante peculiar.
Le hablaba bien sobre mí, pero insistiendo en que no era su intención agasajarme.
Aún así, lo hizo.
Sabiendo que no quería mirarlo directamente, se puso en frente mío.
Siguió hablándole en ese mismo tono, hasta que, casi sin razón, se detuvo.
Entonces, lo miré.
Sonreía.
Había tantas cosas que quería decirle.
Pero me abstuve.
Ya había dicho muchas cosas antes.
Aún así, hizo comentarios más superficiales, y una frase no tan superficial se me escapó:
-¿Te arrepientes?- me preguntó.
No dudé ni un segundo.
-No- respondí.
Me miró fijamente, pero desvié la mirada.
-No me arrepiento de nada- continué.
Entonces lo supe.
Desde entonces pensaría que no soy más que una niña terca.
Me habría gustado decirle:
-No, no me arrepiento de nada. Mis más grandes lecciones las he aprendido de mis más grandes errores.
Porque es así.
No me arrepiento de haberle dicho todo lo que le dije.
Sí, hice cosas mal, no soy perfecta.
Pero usted tampoco.

Por mucho que diga que los años le dan algo que yo no tengo, no concuerdo.
La gente mayor siempre tiende a pensar que porque tenga un tercio de su edad no tengo idea de lo que están hablando.
No es así.
Es verdad que hay ciertas cosas que sólo aprendes con la experiencia que te dan los años, pero esta no es una de ellas.
La madurez es el factor necesario.
Y la poseo.
No me diga que no es así.

Sí, le falté el respeto.
Pero ya me disculpé por ello.
Quiso quedar como la persona de más entendimiento, y hasta donde usted ve, así fue.
Nada más que decir.
Terca soy, pero cuando tengo razón.
Y en el tener razón misma, soy terca otra vez.