22 diciembre, 2009

Perdida.


El otro día me junté con unos amigos.
Para diferencia de los días anteriores, el clima era maravilloso.
No decidíamos qué hacer, o a dónde ir, por lo que decidimos ir de "excursión" al Cerro Phillipi.
La verdad es que ruta había una sola, pero habían decenas de senderos distintos.
Como siempre, decidimos no guiarnos por lo que los demás siempre hacían, y nos fuimos por un sendero alejado de la ruta original, uno muy empinado y con raíces por todas partes. Había llovido el día anterior, por lo que la tierra aún estaba un poco húmeda y resbalosa, debido a que el sol no alcanzaba ese sector del cerro.
Los árboles se fueron tupiendo acorde íbamos subiendo, y nosotras lográbamos subir cada "peldaño" de raíces con ayuda de los hombres.
Yo iba justo detrás de Eduardo, subiendo, y él era el "guía" del grupo.
El sujetó mi mano durante casi todo el trayecto, para ayudarme a escalar, hasta que luego ya casi parecía natural, y no quería soltarla.
Pude notar que él también se sonrojó, y fue ahí cuando solté su mano de manera sutil.
No había nada que lamentaba más, que hacerle falsas expectativas, cuando él sigue enamorado.
Aunque comencé a cuestionarme si eran en verdad falsas expectativas.
Para él, resultaba tan fácil encandilarme con su personalidad.
Pero debía volver a la realidad.
Era algo extremadamente egoísta el volver a hacerle lo mismo, y que revivamos la misma historia con un final amargo.
Al final, cerca de una hora después, llegamos a la cumbre del cerro, donde nos sentamos y nos refrescamos.
Bromeamos, y nos reímos observando la hermosa viste que se lograba desde ese ángulo, desde donde se podía admirar el lago en toda su magnitud, y la larguísima costanera, llena de hoteles y restaurantes, cuyas luces se veían casi como estrellas al atardecer, donde además se reflejaban como la luna misma en el lago.
Luego de conversar por un largo rato, una parte de nuestro grupo -incluyéndome-, decidimos ir en busca de nuestra "Playa Secreta", la cual, en manera ficticia, decíamos estaba localizada en la "Isla Perdida".
La verdad, debo reconocer, que pese al entusiasmo de los demás, yo tenía mis propias razones para unirme a la búsqueda insaciable de esta Playa Perdida, que ya casi no recordaba.
En aquellos días, en los que él aún me tomaba por la cintura, también hacíamos excursiones como éstas.
Salíamos juntos por las tardes, y subíamos tranquilamente los senderos del cerro, sin ninguna dirección en particular.
Un día, exploramos más que de costumbre, y dimos a parar a la playa que ahora denominábamos Playa Secreta, y junto con ella, la cueva, que aún no apodábamos.
El recuerdo de esa playa y la cueva se fue borrando como las huellas con las olas, hasta llegar a conservarse un mísero pedazo de aquella memoria, la cual yo suponía, incluso había modificado.
Deseaba tanto volver a pisar las piedrecillas de aquella playa y convencerme de que no lo había inventado que me uní a ellos, con un propósito que ellos desconocían.
Entonces, bajamos un poco por las faldas del cerro, y comenzamos a irnos hacia la orilla.
Bajamos y bajamos hasta llegar a una ladera tan encorvada que terminamos poco menos rodando abajo, llenos de tierra, riéndonos de nuestra propia idiotez.
Desde ahí seguimos un camino que seguía la línea del tren, y caminamos en medio de ésta, saltando entre las vigas, hasta llegar a un corte en el camino, desde el que fuimos a la derecha, bajando aún más.
Caminamos esquivando ramas y espinas, arrastrando la basura del camino, hasta llegar a la cuesta más empinada que habíamos encontrado hasta ese momento.
Tenía una escalera marcada de raíces, por la cual bajamos delicadamente, para encontrar finalmente nuestra Playa Secreta, en la Isla Perdida.
Nos alegramos de encontrarla finalmente, ya que la buscamos con ansias y de hecho, hacia dos días que no la encontrábamos.
La recordaba distinta, pero avanzamos saltando por las grandes piedras que cubrían la orilla, hasta llegar a una especie de cueva, que parecía partida por la mitad, a lo largo, en la que todo volvía a recuperar su magia, donde podíamos ver rastros de una fogata, de una fiesta, de nuestros mismos recuerdos, y lo que recordaríamos ahora, como cuando fui con él ahí, y él me la enseñó por primera vez, aquella que no olvidaré.

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