Llegó, lo saludé y se sentó.
Intentó conversar casualmente con ellos.
Yo me senté, un poco aburrida, mirando mis manos.
Cuando levanté la mirada, él me estaba observando.
Le dediqué una sonrisa cortés y desvié la mirada.
Ellos fueron a la habitación contigua y nosotros nos quedamos solos.
Traté de iniciar conversaciones triviales, pero no se me ocurría nada.
Él se paró y se acercó, poniendo una mano pesada y cálida en mi hombro.
Cuando le miré me dijo:
-¿Qué te pasa, hija?
Me sorprendió su pregunta, y le contesté:
-Nada, abuelo.
Insistió, diciendo:
-No, te pasa algo. Dime.
No sabía qué responder, y dije:
-En verdad, nada.
Entonces su mirada cambió, y dijo:
-Nunca te había visto así.
Ese comentario me llegó como un balazo.
Realmente me dolió.
Le sonreí con nerviosismo y fui al baño.
No podía evitar pensar que todo era normal, nada ocurría.
Y entonces me di cuenta.
Todo era normal.
Me era normal sentirme miserable.
Me era completamente normal no sonreír en casa.
Me era total e irrefutablemente normal no sentirme feliz.
Y no lo sabía.
No sabía que me había conformado tanto.
No me había dado cuenta.
No había notado mi miseria hasta que choqué de lleno con ella.
Me golpeó con tanta fuerza...
No lo había notado.
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