Me partió el alma verla así, tan dolida, tan vulnerable, llorando en mi hombro, buscando palabras de consuelo que no servían para nada, que no aliviaban nada.
Pero así es la vida.
Inevitablemente se muere.
El tiempo pasa inexorablemente, entre nuestros dedos, escapándose en cada palabra, cada suspiro, cada mirada.
La vida se escapa.
Pero el dolor se queda.
Acompaña cada día, pinchándonos, rasguñándonos, recordándonos.
Los muertos se van en paz.
Y los vivos sufrimos por ellos.
Sufrimos por su ausencia.
Y eso nos recuerda cómo es estar vivo.
El dolor es lo que nos diferencia de ser piedras.
De ser pasto.
De ser nada.
Lloré al verla ahogarse en sus lágrimas, al tratar de despedirlo con dignidad.
Lloré al ver a su familia abrazarse tratando de encontrar algo bueno en esto.
Lloré al pensar que en un par de décadas seré yo la que entierre a mis padres.
Lloré al pensar que en unas décadas más seré yo la que entierren.
Lloré al pensar en que debo aceptar eso.
Lloré al pensar que la muerte es normal.
Lloré por todo y por nada.
Lloré por este dolor que me mantiene viva aún.
Latente, aquí en mi pecho.
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